miércoles, 18 de mayo de 2016

El libro

A pesar de ser un gran lector, no tengo un solo libro en casa. Considero que los libros, como las personas, jamás deberían pertenecer a nadie. Se trata de leerlos y liberarlos, como quien cuida de un pichón de gorrión hasta que aprende a volar.
Como, por desgracia, hoy en día las librerías no son un negocio en auge, invierto una buena parte de mis horas de trabajo en el placer de la lectura. Pero no soy uno de esos lectores que devora un libro en pocas horas. No. Leo despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo como si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalizo su lectura, lo deposito en alguno de los estantes de mi tienda para futuro deleite de un nuevo lector.
La esencia de un libro es ser leído, ser disfrutado por muchos lectores, cuantos más, mejor. Los libros no deben guardarse nunca. Es por eso que me considero el mayor detractor del mundo de las historias en cautividad, y lucho por evitar que estas acaben presas de ningún libro devorado por los ácaros y condenado a morir engrosando una biblioteca doméstica donde ya nadie lo tiene en cuenta. Hay que abrir los libros para que sus historias salgan a la luz.
Sin embargo, hay un libro del que jamás me desharé, no hasta que su última página termine de escribirse. Lo guardo bajo llave, en el único cajón de mi librería que tiene cerradura. Lo encontré hace muchísimo tiempo, cuarenta años por lo menos, poco después de la inauguración de la tienda.
Estaba sobre el mostrador, tenuemente iluminado por la luz que emanaba de la lámpara Tiffany heredada de mi grand auntie Martha. Tenía las tapas en piel beis y todavía se veía bastante nuevo, sin apenas muestra de los estragos del paso del tiempo.
Al no identificarlo como uno de los expuestos en la librería, pensé que lo habría olvidado alguno de mis clientes. Cuando lo tomé, en busca de una referencia para poder devolverlo, me sorprendió que el tono de su cubierta fuera tan similar al de mi mano que apenas podía distinguirla cuando la posaba encima.
Otros asombrosos detalles captaron de inmediato mi atención. Aquel libro estaba caliente… ¡y respiraba!
¿Se trataría de algún ser, que a fuerza de leer se habría transformado en libro? Algo similar le ocurrió años atrás a una hermosa joven que acabó convertida en canción, y ahora resuena en los oídos de su amado cada vez que la acaricia con su voz.
Pero no. Ese no era el caso. Tuve que abrirlo para descubrir la verdad: aquel fascinante objeto, procedente de las antípodas de la realidad, era el libro de mi vida.
Leí las primeras páginas donde se me describía como un tierno y rosado infante nacido en tierras británicas. Pero enseguida, realizando un soberano esfuerzo, decidí abandonar la lectura. Si mi futuro se iba escribiendo a medida que mi vida transcurría, no tenía ninguna necesidad de saber cuántas páginas restaban todavía en blanco en el interior de aquel mágico volumen.
No lo he vuelto a abrir desde entonces, aunque ganas no me faltan. Aún continúa guardado en mi librería, como ya he dicho, en el único cajón que se puede cerrar con llave, pues la vida es el bien más preciado que poseo, y no deseo comprobar qué ocurriría si algún desaprensivo me arrebatase el libro que la narra.
Las cubiertas han envejecido, como yo. Ahora muestran algunas arrugas y pequeñas manchas, pero no solo no me importa, sino que me gusta, pues de ellas emana ese encanto que solo poseen los libros viejos, promisorios de inolvidables narraciones, en las que me perdería gustoso.
El hecho de saber que todo lo que hago queda escrito, me ha llevado a esmerarme un poco más en esto que yo llamo la aventura de vivir. Porque vivir es eso, una aventura continua, una sucesión de capítulos… Acción, reflexión y sobre todo diversión.
Vivo cada día con la intensidad del último, y poco a poco, he ido aprendiendo que la diferencia entre un momento y un buen momento radica en saber disfrutarlo. Así de simple.
Me he convertido en un experimentado mago en el arte de transformar lo cotidiano en especial, y cada día intento que las páginas de mi libro sean una explosión de vivos colores donde no haya lugar para el negro. Me gusta colmarlas de kilos de alegría, montones de sueños, besos repletos de toneladas de cariño y abrazos sin dueño prestos a encontrarte.

Y cuando me evapore, y de mí no quede más que la tinta con que se escribe mi historia, espero que aquel que encuentre mi libro disfrute de él despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo como si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalice su lectura, lo deposite en alguno de los estantes de cualquier librería de viejo, para futuro deleite de un nuevo lector, que, ¿quién sabe? Quizá seas tú.

lunes, 16 de mayo de 2016

miércoles, 27 de abril de 2016

La primavera




Entró en mi librería sigilosamente, mirando a ambos lados y tratando de no delatarse con el ruido de sus pisadas. Vestía un traje arrugado, una camisa blanca que amarilleaba, y una ajada y anticuada corbata.
Mi presencia tras el mostrador no pareció inquietarle, sino todo lo contrario. Me miró como si fuese su tabla de salvación y se acercó a mí, susurrándome:
—¿La ha visto usted? Estoy seguro de que ha entrado en su tienda.
Considero que mi negocio es grande en la calidad de los libros que ofrezco, pero en tamaño, el local no supera los 50 metros cuadrados. Y por mucho que aquel señor buscara, era obvio que allí no había ninguna persona aparte de nosotros dos.
No obstante, por si el objeto de su búsqueda fuera un ser pequeño o perteneciera a otra dimensión, decidí preguntar:
—¿A quién se refiere, caballero? Llevo un largo rato apostado en este mostrador —bromeé— y por aquí no ha pasado nadie más que usted.
—¿Que a quién me refiero? ¿Pues a quién va a ser? —Respondió el hombre, sin percatarse de mi ironía— ¡A la primavera! Estamos en abril.
Lo dijo cargado de razones y en verdad, no se equivocaba.
—Verla, verla, no la he visto… ni ahora ni nunca. Sin embargo, sé que ella está en cada flor, en cada…
—No se haga el listo conmigo —me interrumpió con un incipiente enfado—. Ya sé que la primavera vive en cada una de sus creaciones, pero yo no me estoy refiriendo a eso. La busco a ELLA.
Cuando alguien abre una librería, siempre imagina ser honrado con la visita de ilustres novelistas pero, francamente, ser visitado por la primavera jamás había entrado en mis planes, aunque la idea no me disgustaba en absoluto.
—Pues lamento comunicarle que por aquí no ha pasado. ­—Y movido por la curiosidad, quise saber más— Si no es indiscreción, ¿la busca usted por algo?
—Claro. La amo.
Me sorprendió su respuesta. La dio con contundencia y total naturalidad, con una convicción que pocas veces he visto y que denotaba que lucharía contra viento y marea hasta alcanzar su propósito. Su actitud despertó en mí una gran admiración, pues aquel señor, ya cuarentón largo, no presentaba ni un ápice de vergüenza ante su atrevida afirmación. ¡Qué diablos! ¡Que tire la primera piedra quien no haya sufrido alguna vez por un amor imposible!
—Cada año, lo mismo —continuó el hombre—. Llega en marzo y empieza a transformar lo triste en alegre, lo oscuro en luminoso… Despierta a los árboles hibernantes, extrae todos los colores ocultos en la naturaleza y luego tiñe con ellos las flores que coloca sobre los campos que previamente ha tejido en verde. Y después, tras revolucionar el mundo con su maravillosa explosión de vida, se marcha para dejar paso a ese niño mimado que marchita sus flores y nos atonta con sus calores. Y yo me paso nueve meses echándola de menos.
—Es lo malo de la primavera, que solo viene una vez al año… —comenté, por decir algo— Pero, ¿la ha visto usted alguna vez? Físicamente, me refiero.
—No me hace falta —dijo con la mirada en el infinito y expresión soñadora—. La amo por sus actos, por su personalidad, por su carácter jovial. Siempre tan alegre, tan loca… No necesito verla para ser consciente de que ELLA es la mujer de mi vida. ¿O es que usted solo se enamora por el físico?
—Tampoco es eso, pero…
—Yo la adoro por lo que es —continuó, sin permitirme acabar la frase—. Su sola presencia me altera la sangre. Y lo peor de todo es que sé que ELLA es plenamente consciente de que estoy tan enamorado como un chiquillo de instituto. Por eso se permite el lujo de convertirme en el objeto de sus travesuras. Si pudiera disimular lo que siento, otro gallo cantaría.
—El amor es como la cojera, difícil de ocultar.
—Ya. Pero comprenda usted, señor librero, que estoy cansado de pasarme tres meses al año jugando al gato y al ratón, y otros nueve, solo, sumido en la más profunda de las desolaciones. El día que la encuentre… —se interrumpió de repente, como si le hubiera surgido una gran contrariedad— Porque la encontraré, ¿verdad?
Sus ojos se tornaron vidriosos.
—No se ponga triste, caballero. Por supuesto que la encontrará —traté de consolarle, mientras le ofrecía mi pañuelo.
—No es tristeza. Me temo que es alergia. ELLA me martiriza con todas sus armas…
He de reconocer que tuve que realizar soberanos esfuerzos para no dejar escapar a la carcajada que tenía pegada a mis labios, presta a manifestarse.
—Discúlpeme —me dijo, echando un último vistazo en derredor—. Parece que tiene usted razón. ELLA no está aquí. No obstante, si la viera, por favor, dígale que la busco, aunque ya lo sepa.
Lo acompañé hasta la puerta, preguntándome si mi librería sería un lugar idóneo para albergar a la primavera, sin saber que la respuesta estaría aguardándome escasos instantes después.
Sobre el viejo mostrador, construido en madera maciza de roble, había florecido una rosa roja de la que emanaba un exquisito olor, el inequívoco aroma de la primavera. La contemplé durante unos segundos, extasiado ante tal cúmulo de belleza y esplendor. Las mariposas de mi estómago comenzaron a aletear. ¿Estaría también yo enamorado de la primavera? No lo sabía. Pero si tuviera que enamorarme de alguien, sin duda sería de ELLA, entre otras cosas, por ser poseedora de esa capacidad única de recrear la perfección.
Y emulando a aquel hombre que acababa de dejar mi tienda lidiando con su desesperación, miré a ambos lados, tratando de verla, pero tampoco yo la encontré. Una ligera brisa aromatizada acarició entonces mi rostro para luego escapar por la rejilla de ventilación, emitiendo al salir un armonioso silbido. Seguramente fuera tras él.
No me pesó su marcha porque me dejó lo mejor de ELLA, aquella extraordinaria obra maestra en tono bermellón que dotaba de vida y color a mi vetusto mostrador.

martes, 19 de abril de 2016

En mi estómago

Tengo mariposas viviendo en mi estómago. Y como no hay mucho espacio ahí dentro, las siento revolotear cada vez que están felices.

Y cuando ellas aletean, me invade la dicha a mí también. Por eso, trato de provocar con cierta frecuencia esa felicidad que pone en marcha el movimiento de sus alas adoro la sensación que me produce su roce.

A veces pienso que si ellas se marcharan, dejaría de ser feliz. Por eso les profeso continuos cuidados, como quien tiene una planta y la riega a diario. Pero en vez de agua, yo las alimento con las pequeñas acciones que sé que tanto les gustan, tales como darle unas monedas al mendigo del cajero, ser amable con la vecina del quinto, que está sola, regalar un libro a algún joven que no pueda pagárselo o, ¿por qué no? Tomarme ese apetecible helado de straciatella que refulge a través del escaparate.

Y tú, ¿también cuidas a tus mariposas?

viernes, 15 de abril de 2016

En el País de la Tristeza


En el País de la Tristeza se trafica con sonrisas.
En los campos, que se llaman cementerios, se plantan desgracias que se riegan con lágrimas.
El cielo siempre es gris, y la luz, mortecina. Se brinda por la melancolía y se afronta el nuevo año con pesimismo.
Se tienen desventuras extramatrimoniales.
El color oficial, el negro. Las novias visten de luto y lanzan ramos de crisantemos a sus amigas solteras.
La alegría es ilegal, y si se descubre a alguien riendo, se le sentencia a realizar trabajos forzados de por vida, que consisten, básicamente, en la erradicación de cualquier germen de felicidad. Principalmente de aquella que brota de las lágrimas de los insurgentes que lloran de alegría cuando alguno de sus camaradas consigue huir del país.
Los disidentes prófugos van en busca del País de la Felicidad, del que todos han oído hablar pero ninguno tiene evidencias de su existencia. No obstante, saben que encontrarlo merecería realmente la pena —y nunca mejor dicho—.
Y en su viaje hacia lo desconocido, a veces pasan por aquí, por nuestro mundo real, donde libres de la tiranía de su dictatorial país, pueden despojarse al fin de toda su carga de tristeza, que una vez liberada y abandonada a su suerte, es tan peligrosa como un residuo radiactivo.
Tenga cuidado si se encuentra con ella. No la coja, no la toque, no la huela, y aparte la mirada lo más rápido posible.
La tristeza es altamente contagiosa y actúa rápidamente, introduciéndose por los poros de su piel. Y una vez inoculada en su organismo es extremadamente difícil de eliminar.
Recuerde, el protocolo a seguir es el siguiente: cierre los ojos y piense rápidamente en la primavera, en una cumbre nevada, en las cañas de los viernes con los amigos o en el reflejo de la luna en el mar. Luego huya.


lunes, 11 de abril de 2016

El reloj

Entró en la librería y arrojó el reloj sobre el mostrador de madera, propinándole un sonoro golpe.

—Quédeselo, Mr. Carmichael. Ya no lo quiero. Se lo regalo.

Era Rubén, uno de mis habituales. Un joven de treinta y tantos, amante de la literatura de ciencia ficción.

—¿Y se puede saber por qué? —Inquirí, aunque sospechaba la respuesta.

—¡Es un instrumento cruel! ¡Se lo juro! Cuando necesito tiempo va más deprisa, y cuándo me sobra, va lento como un caracol. Cuando estoy a gusto, vuela. Y cuando quiero que algo acabe, lo convierte en eterno… ¡Estoy harto!

Hizo su elección, una edición antigua de un clásico de Ray Bradbury, y se marchó. No quiso recuperar su reloj.

Lo tomé en mi mano y lo miré. Eran las dos menos diez. Sabiéndose observadas, las dos manecillas se curvaron, mostrando una burlona sonrisa.

Yo también sonreí. Traviesos duendes del tiempo, habitantes de relojes… ¡Siempre haciendo de las suyas!

Así que abrí el cajón y lo introduje junto a los otros. Duendes del tiempo que llevan su reloj a cuestas, como las tortugas su caparazón.

Con éste, ya superaba la veintena. Relojes que un día pertenecieron a personas que en un momento de lucidez se dieron cuenta de que tenían al enemigo en su muñeca izquierda, y que como Rubén, lo habían abandonado a su suerte y habían comenzado a vivir.



jueves, 7 de abril de 2016

lunes, 4 de abril de 2016

Seres

Por mi librería pululan numerosos seres imaginarios. Unos viven aquí, entre los libros, y otros me visitan con cierta asiduidad.

A veces me recuerdan a esos jóvenes africanos, casi niños, traídos por los clubes de fútbol con la promesa de una fulminante carrera en las ligas europeas, para luego abandonarlos a su suerte en un país extraño.

Así son mis seres. Arrancados de su mundo por autores en ciernes que prometen hacerlos protagonistas de una novela que nunca escribirán.

A lo mejor querría usted adoptar a alguno…

Si es así, no se marche. Pronto empezaré a contarle sobre ellos.



martes, 29 de marzo de 2016

La mariposa

No soy un hombre viajero, pero al menos, un par de veces al año, me gusta desplazarme a la costa. Mirar hacia el horizonte y divisar esa línea que separa el cielo del mar es el más bello espectáculo del mundo. Y precisamente en estas recién finalizadas minivacaciones, contemplando las maravillosas tonalidades de azul de la isla de Mallorca, he recordado algo que me ocurrió hace unos años, durante una Semana Santa que permanecí en Madrid.
Si usted no tiene inconveniente, me gustaría contárselo.
Era el Viernes Santo del año 98. Lo recuerdo perfectamente porque ese fue el día en el que se firmó el histórico Good Friday Agreement, en el castillo de Stormont. A pesar de que el tiempo no acompañaba (como en cualquier Semana Santa que se preciara), decidí salir a estirar un poco las piernas por mi adorado Retiro. Pasar todos los días de la semana, a excepción de los festivos, confinado en una librería, tiene sus ventajas, pero también sus desventajas. Y la necesidad de aire fresco es una de estas últimas.
Llevo tantos años viendo seres imaginarios, que a veces me cuesta diferenciarlos de los reales. Pero en este caso, cuando cerca de la Rosaleda vi que se me aproximaba una mariposa completamente negra, lo supe de inmediato. Y si me hubiera surgido alguna duda, se habría disipado en el preciso momento en que esta se introdujo por mi oído izquierdo hasta alcanzar mi mente, produciéndome un leve cosquilleo con el roce de sus alas.
Entonces me habló como solo puede hablar una mariposa, con voz límpida y cristalina:
—Por fin le encuentro, Mr. Carmichael. He oído hablar tanto de usted… Me gustaría que me ayudase.
Lo dijo todo de corrido. Casi sin pausa. Su tono denotaba un claro desasosiego.
—Si está en mi mano, será un placer hacerlo —le respondí mentalmente.
Y entonces, me contó su historia:
Hace muchos, muchos años, conocí a alguien. Era un joven apuesto y lleno de ideales que un buen día decidió luchar por ellos. La mañana en que se marchó al frente prometió a su esposa que cada noche, antes de irse a dormir, le enviaría un mensaje en forma de mariposa azul que se introduciría en sus sueños para decirle que se encontraba bien y recordarle lo mucho que la quería.
A pesar de que ahora me vista del color de la muerte, en otro tiempo, yo fui esa mariposa azul.
Durante los meses en que le acompañé, el joven soldado me tenía en su mente de forma casi constante. Me contaba anécdotas de su infancia, me hablaba de su trabajo en un pequeño comercio de comestibles, me confesaba sus inquietudes y me transmitía su esperanza e ilusión por convertir su país en un lugar mejor. Creo que nuestras conversaciones le ayudaban a evadirse del horror de esa maldita guerra.
Cuando pensaba en mí, yo lo percibía, y dejaba mi hermoso país de coloridas compañeras para llegar corriendo hasta su mente. Sé que disfrutaba de mi compañía casi tanto como yo de la suya. Sé que los mejores momentos que pasó en el frente fueron aquellos en los que, mientras liaba sus cigarrillos, elucubrábamos acerca de la vida que le aguardaba tras la contienda, en compañía de su amada esposa.
Cada noche, cuando se acostaba, le dedicaba a ella su último pensamiento. Y yo, obediente y feliz por el cometido que me había asignado, volaba de su mente hasta los sueños de aquella muchacha. Solía dejarle junto con el mensaje, una estela de radiantes colores traídos de mi país. Quería animarla un poco. Ya era bastante negro el tiempo que le había tocado vivir. Luego regresaba a la mente de mi soldado y velaba por sus sueños.
Pero una fatídica madrugada, una ofensiva enemiga pilló de improviso al batallón. Un avión lanzó una bomba en el preciso instante en el que yo estaba abandonando la mente de mi miliciano para dar el mensaje nocturno a su esposa. Solo pude ver una explosión azul, un resplandor, y luegoel vacío.
Presa de la conmoción, traté de contactar con mi amigo, pero por más que le hablaba, no obtuve respuesta. Tampoco encontraba el canal de conexión que le unía a su esposa, y por el que yo me desplazaba cada noche en ambos sentidos. Su mente era un pozo negro.
Salí por el oído, como acostumbraba a hacer cada vez que quería respirar un poco de realidad, y revoloteé por la oscuridad. Una nueva explosión, seguida de los angustiosos alaridos de los jóvenes combatientes, iluminó por un instante el barracón donde me encontraba. Entonces lo vi.
La bomba le había alcanzado de lleno, destrozando la mitad inferior de su cuerpo. Sus piernas habían desaparecido. En su lugar se veía un sanguinolento amasijo de carne, huesos y músculos. El resto de su cuerpo se hallaba salpicado de graves heridas de metralla. Sus ojos, vítreos, estaban abiertos, mirando al infinito, pero ya nada veían. Hui rápidamente de aquel lugar de barbarie. La guerra era atroz.
No fue hasta el día siguiente, con la luz del sol, cuando me di cuenta de que con la muerte de mi amigo, mi color azul había desaparecido. Me había vuelto negra, como el vacío.
Los días que siguieron a la desgracia, fueron los más tristes de mi existencia. Estaba sola, perdida en un mundo hostil. Extrañaba a mi soldado, con el que me había encariñado muchísimo, y no hallaba forma alguna de retornar al país de las mariposas, pues la única entrada que conocía estaba en la mente del joven. Tampoco fui capaz de encontrar a su viuda para consolarla en su desolación. No he vuelto a saber nada de ella.
Llevo desde entonces introduciéndome en cientos, miles, millones de cabezas, a ver si dentro de alguna de ellas encuentro el camino de retorno a mi país. Pero todas parecen estar demasiado ocupadas para reparar en una pobre mariposa vestida de luto que revolotea entre sus pensamientos. Aunque ya no poseo el hermoso color que me caracterizaba, y soy la mariposa más triste del mundo, necesito regresar.
Cuando acabó de narrar su historia yo estaba realmente consternado. Nada deseaba más en el mundo que ser capaz ayudarla.
—Dime, mariposa, ¿hay algún detalle que recuerdes de tu amigo que nos pueda ayudar a encontrar alguna pista sobre él?
—Tengo grabado a fuego el instante en que lo vi muerto. La imagen de aquellos ojos vacíos, el cuerpo demediado y ensangrentado, su chaqueta abierta y aquella placa de identificación sobre su pecho.
—¿Una placa?
—Al principio no le di mucha importancia, pero ahora creo que podría sernos de utilidad. Se trataba de una pequeña chapa metálica circular con una hendidura horizontal que la dividía en dos mitades. En ambas, estaba inscrito el mismo número, el 1832, y la letra J.
Desde la popularización de internet, la vida es mucho más sencilla. Pero en aquellos últimos años del siglo XX, la red todavía era una herramienta minoritaria, casi un lujo. Y cuando alguien estaba interesado en un libro descatalogado, había de encomendarle la tarea de su búsqueda a un librero de confianza. Yo apuntaba el título solicitado, y una vez que obraba en mi poder, avisaba al cliente. Por eso tenía el número de teléfono de muchos de ellos, entre los que se encontraba un anciano militar de alto grado, ya jubilado, entusiasta de la literatura bélica. Rara era la semana en que no me hacía algún encargo, y aunque nunca nos llegamos a tutear, creo que no me equivoco en denominar amistad a la nuestra relación.
Era un vejete agradable, educado y siempre se mostraba muy agradecido por mi interés. Cada vez que venía, conversábamos largo y tendido sobre cualquier tema de actualidad, y solía terminar sus visitas narrándome alguna aventura de las que le acontecieron durante su larga carrera en el ejército. Lo cierto era que no estábamos de acuerdo en casi nada, pero nunca las discrepancias de opinión tuvieron tanta entidad como para erosionar una relación como la nuestra, forjada al calor de los libros de mi pequeño negocio.
Así que me tomé la libertad de llamarle por teléfono, y dándole la descripción de la placa con todo el detalle que me había facilitado la mariposa, le solicité información al respecto. No hizo preguntas. Me pidió unos días para hacer las gestiones oportunas, y una semana después, me devolvió la llamada:
—Perteneció a un miliciano del ejército republicado fallecido durante los bombardeos de Cartagena, a finales del año 36. Faustino Reyes se llamaba. Dejó una viuda que aún vive, una tal Carmen Ramírez. Eso sí, creo que ha perdido el juicio. Por si le interesa, puede encontrarla en…
Y anoté la dirección de un hospital psiquiátrico ubicado en las afueras de Madrid.
Le agradecí su ayuda y jamás volvimos a mencionar aquel asunto.
La recepcionista del centro era una dicharachera mujer de mediana edad, con un grueso corpachón que movía con sorprendente agilidad. Se mostró muy amable conmigo mientras me atendía.
—No es muy habladora, la verdad. ¿Es usted familia? —me preguntó.
—Soy hijo de una prima segunda suya, emigrada a Inglaterra hace muchos años —mentí—. Prometí a mi madre que la visitaría. Y aquí estoy.
La viuda, ya octogenaria, estaba sentada en una mecedora en el centro de una pequeña habitación salpicada de figurillas de mariposas de diferentes tamaños. Tres o cuatro libros con ilustraciones de los coloridos insectos se distribuían sobre un sencillo escritorio de aglomerado. Y en las paredes, se hallaban colgados varios cuadros de la misma temática.
—Tenía obsesión con las mariposas mucho de antes de entrar en nuestra institución —me informó la empleada—. Parece ser que desde que enviudó ha estado buscando una mariposa en particular. Pero por más figuras, dibujos, fotografías y libros de mariposas que su familia le consigue, ninguna de ellas es la que anda buscando. Así que va atesorándolas en espera de que un día llegue la buena. Pero naturalmente, usted ya sabrá todo esto que le estoy contando. Siendo su tía…
Creí atisbar una cierta desconfianza en la mirada de la mujer, pero decidí no hacer mucho caso. Tampoco a ella parecía importarle demasiado mi parentesco con la anciana, más allá de la mera curiosidad inherente al género humano.
—Me pregunto con qué objeto buscará esa mariposa. ¿Lo sabe usted? —Me interrogó.
Y antes de poder pensar una respuesta que darle a aquella mujer, una voz profunda y cavernosa, que jamás habría asociado a aquel cuerpecillo anciano y minúsculo, respondió por mí:
—Solo quiero su compañía y escucharle hablar sobre los últimos meses de vida de mi difunto Faustino. También he de devolverle algo que le pertenece.
La mariposa negra aleteó en mi mente.
—Siéntese aquí, junto a mí, ¿quiere? —me pidió la anciana, mientras la recepcionista abandonaba la pieza.
Su rostro era triste, aunque todavía brillaba una tenue chispa de ilusión en sus ojos. Supe de inmediato que era una de esas personas que jamás se rendían.
—¿Me trae alguna mariposa? —preguntó impaciente.
—Sí —respondí sin más.
Ella se iluminó por dentro, irradiando luz por los poros de la piel de su arrugado rostro. Por un momento pareció joven, casi niña, y una pícara sonrisa apareció repentinamente en sus labios. Después se apagó.
—Supe que había muerto aquella madrugada, el 18 de octubre de 1936. Me desperté sobresaltada debido a una explosión azul en mi mente. Y no tuve duda. La guerra se lo había llevado para siempre.
Luego, como si no quisiera continuar recordando aquella aciaga noche, recobró el ánimo y me dijo:
—Espero que la que usted me trae sea la verdadera. He de devolverle su auténtico color. Lo tengo guardado aquí dentro —y se señaló la frente con su tembloroso dedo índice—. ¿Dónde está? No la veo.
Y acercándose a mí, como si fuera a desprenderse del mayor se sus secretos, me susurró al oído:
—Ella es de otro país. También allí la echan de menos.
El gesto de aproximación fue aprovechado por la mariposa negra para abandonar mi mente y deslizarse hasta la suya a través de nuestros canales auditivos. Un breve respingo seguido de un gesto de agradable sorpresa, me confirmaron que la mariposa había llegado a su destino, la mente y el corazón de la anciana viuda.
La miré a los ojos. Al fondo de sus pupilas tenía lugar un emotivo espectáculo. La mariposa, con las alas abiertas, recibía sobre su negrura un hermoso manto que ostentaba todas las tonalidades de azul existentes en el universo. Una hermosa capa aterciopelada que contenía la esencia de los cielos y los mares. Y detrás, lo que parecía un bello arcoíris, no era sino un cúmulo de mariposas de vivísimos colores, revoloteando felices tras haber recuperado a su compañera perdida. Feliz también era la expresión de la anciana, para la que yo ya había dejado de existir.
Antes de salir, me giré desde la puerta para echar un último vistazo. La mariposa azul asomaba por la oreja de la octogenaria.
—No la abandones —le dije mentalmente.
—No pensaba hacerlo —me respondió.
Supe que era sincera.
Luego desapareció, aleteando entre los vivos recuerdos que colmaban la mente de la anciana.



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