El blog de Mr. Carmichael
Hace tiempo que lo sé. La fantasía es tan real como fantástica la realidad.
Veo otros mundos y veo los seres que los habitan. A veces se parecen a nosotros, otras, nada en absoluto... ¿Quieres conocerlos? Acompáñame entonces.
Soy Mr. Carmichael. Bienvenido a mi blog.
miércoles, 25 de mayo de 2016
Contrasuicidio
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miércoles, 18 de mayo de 2016
El libro
A pesar de ser un gran lector, no tengo un solo libro
en casa. Considero que los libros, como las personas, jamás deberían pertenecer
a nadie. Se trata de leerlos y liberarlos, como quien cuida de un pichón de
gorrión hasta que aprende a volar.
Como, por desgracia, hoy en día las librerías no son
un negocio en auge, invierto una buena parte de mis horas de trabajo en el
placer de la lectura. Pero no soy uno de esos lectores que devora un libro en
pocas horas. No. Leo despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo
como si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalizo su lectura, lo
deposito en alguno de los estantes de mi tienda para futuro deleite de un nuevo
lector.
La esencia de un libro es ser leído, ser disfrutado
por muchos lectores, cuantos más, mejor. Los libros no deben guardarse nunca.
Es por eso que me considero el mayor detractor del mundo de las historias en
cautividad, y lucho por evitar que estas acaben presas de ningún libro devorado
por los ácaros y condenado a morir engrosando una biblioteca doméstica donde ya
nadie lo tiene en cuenta. Hay que abrir los libros para que sus historias
salgan a la luz.
Sin embargo, hay un libro del que jamás me desharé, no
hasta que su última página termine de escribirse. Lo guardo bajo llave, en el
único cajón de mi librería que tiene cerradura. Lo encontré hace muchísimo
tiempo, cuarenta años por lo menos, poco después de la inauguración de la
tienda.
Estaba sobre el mostrador, tenuemente iluminado por la
luz que emanaba de la lámpara Tiffany heredada de mi grand auntie Martha. Tenía
las tapas en piel beis y todavía se veía bastante nuevo, sin apenas muestra de
los estragos del paso del tiempo.
Al no identificarlo como uno de los expuestos en la
librería, pensé que lo habría olvidado alguno de mis clientes. Cuando lo tomé,
en busca de una referencia para poder devolverlo, me sorprendió que el tono de
su cubierta fuera tan similar al de mi mano que apenas podía distinguirla
cuando la posaba encima.
Otros asombrosos detalles captaron de inmediato mi
atención. Aquel libro estaba caliente… ¡y respiraba!
¿Se trataría de algún ser, que a fuerza de leer se
habría transformado en libro? Algo similar le ocurrió años atrás a una hermosa
joven que acabó convertida en canción, y ahora resuena en los oídos de su amado
cada vez que la acaricia con su voz.
Pero no. Ese no era el caso. Tuve que abrirlo para
descubrir la verdad: aquel fascinante objeto, procedente de las antípodas de la
realidad, era el libro de mi vida.
Leí las primeras páginas donde se me describía como un
tierno y rosado infante nacido en tierras británicas. Pero enseguida,
realizando un soberano esfuerzo, decidí abandonar la lectura. Si mi futuro se
iba escribiendo a medida que mi vida transcurría, no tenía ninguna necesidad de
saber cuántas páginas restaban todavía en blanco en el interior de aquel mágico
volumen.
No lo he vuelto a abrir desde entonces, aunque ganas
no me faltan. Aún continúa guardado en mi librería, como ya he dicho, en el
único cajón que se puede cerrar con llave, pues la vida es el bien más preciado
que poseo, y no deseo comprobar qué ocurriría si algún desaprensivo me
arrebatase el libro que la narra.
Las cubiertas han envejecido, como yo. Ahora muestran
algunas arrugas y pequeñas manchas, pero no solo no me importa, sino que me
gusta, pues de ellas emana ese encanto que solo poseen los libros viejos,
promisorios de inolvidables narraciones, en las que me perdería gustoso.
El hecho de saber que todo lo que hago queda escrito,
me ha llevado a esmerarme un poco más en esto que yo llamo la aventura de
vivir. Porque vivir es eso, una aventura continua, una sucesión de capítulos…
Acción, reflexión y sobre todo diversión.
Vivo cada día con la intensidad del último, y poco a
poco, he ido aprendiendo que la diferencia entre un momento y un buen momento
radica en saber disfrutarlo. Así de simple.
Me he convertido en un experimentado mago en el arte
de transformar lo cotidiano en especial, y cada día intento que las páginas de
mi libro sean una explosión de vivos colores donde no haya lugar para el negro.
Me gusta colmarlas de kilos de alegría, montones de sueños, besos repletos de
toneladas de cariño y abrazos sin dueño prestos a encontrarte.
Y cuando me evapore, y de mí no quede más que la tinta
con que se escribe mi historia, espero que aquel que encuentre mi libro
disfrute de él despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo como
si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalice su lectura, lo deposite
en alguno de los estantes de cualquier librería de viejo, para futuro deleite
de un nuevo lector, que, ¿quién sabe? Quizá seas tú.
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lunes, 16 de mayo de 2016
Canción
Entonces
ella se convirtió en canción, y ahora resuena en tus oídos cada vez la
acaricias con tu voz.
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miércoles, 27 de abril de 2016
La primavera
Entró en mi librería sigilosamente, mirando a ambos
lados y tratando de no delatarse con el ruido de sus pisadas. Vestía un traje
arrugado, una camisa blanca que amarilleaba, y una ajada y anticuada corbata.
Mi presencia tras el mostrador no pareció inquietarle,
sino todo lo contrario. Me miró como si fuese su tabla de salvación y se acercó
a mí, susurrándome:
—¿La ha visto usted? Estoy seguro de que ha entrado en
su tienda.
Considero que mi negocio es grande en la calidad de
los libros que ofrezco, pero en tamaño, el local no supera los 50 metros cuadrados.
Y por mucho que aquel señor buscara, era obvio que allí no había ninguna
persona aparte de nosotros dos.
No obstante, por si el objeto de su búsqueda fuera un
ser pequeño o perteneciera a otra dimensión, decidí preguntar:
—¿A quién se refiere, caballero? Llevo un largo rato apostado
en este mostrador —bromeé— y por aquí no ha pasado nadie más que usted.
—¿Que a quién me refiero? ¿Pues a quién va a ser? —Respondió
el hombre, sin percatarse de mi ironía— ¡A la primavera! Estamos en abril.
Lo dijo cargado de razones y en verdad, no se
equivocaba.
—Verla, verla, no la he visto… ni ahora ni nunca. Sin
embargo, sé que ella está en cada flor, en cada…
—No se haga el listo conmigo —me interrumpió con un
incipiente enfado—. Ya sé que la primavera vive en cada una de sus creaciones,
pero yo no me estoy refiriendo a eso. La busco a ELLA.
Cuando alguien abre una librería, siempre imagina ser
honrado con la visita de ilustres novelistas pero, francamente, ser visitado
por la primavera jamás había entrado en mis planes, aunque la idea no me
disgustaba en absoluto.
—Pues lamento comunicarle que por aquí no ha pasado. —Y
movido por la curiosidad, quise saber más— Si no es indiscreción, ¿la busca
usted por algo?
—Claro. La amo.
Me sorprendió su respuesta. La dio con contundencia y
total naturalidad, con una convicción que pocas veces he visto y que denotaba
que lucharía contra viento y marea hasta alcanzar su propósito. Su actitud
despertó en mí una gran admiración, pues aquel señor, ya cuarentón largo, no
presentaba ni un ápice de vergüenza ante su atrevida afirmación. ¡Qué diablos! ¡Que
tire la primera piedra quien no haya sufrido alguna vez por un amor imposible!
—Cada año, lo mismo —continuó el hombre—. Llega en
marzo y empieza a transformar lo triste en alegre, lo oscuro en luminoso… Despierta
a los árboles hibernantes, extrae todos los colores ocultos en la naturaleza y
luego tiñe con ellos las flores que coloca sobre los campos que previamente ha tejido en verde. Y
después, tras revolucionar el mundo con su maravillosa explosión de vida, se
marcha para dejar paso a ese niño mimado que marchita sus flores y nos atonta con
sus calores. Y yo me paso nueve meses echándola de menos.
—Es lo malo de la primavera, que solo viene una vez al
año… —comenté, por decir algo— Pero, ¿la ha visto usted alguna vez?
Físicamente, me refiero.
—No me hace falta —dijo con la mirada en el infinito y
expresión soñadora—. La amo por sus actos, por su personalidad, por su carácter
jovial. Siempre tan alegre, tan loca… No necesito verla para ser consciente de
que ELLA es la mujer de mi vida. ¿O es que usted solo se enamora por el físico?
—Tampoco es eso, pero…
—Yo la adoro por lo que es —continuó, sin permitirme
acabar la frase—. Su sola presencia me altera la sangre. Y lo peor de todo es que sé
que ELLA es plenamente consciente de que estoy tan enamorado como un chiquillo
de instituto. Por eso se permite el lujo de convertirme en el objeto de sus
travesuras. Si pudiera disimular lo que siento, otro gallo cantaría.
—El amor es como la cojera, difícil de ocultar.
—Ya. Pero comprenda usted, señor librero, que estoy
cansado de pasarme tres meses al año jugando al gato y al ratón, y otros nueve,
solo, sumido en la más profunda de las desolaciones. El día que la encuentre…
—se interrumpió de repente, como si le hubiera surgido una gran contrariedad—
Porque la encontraré, ¿verdad?
Sus ojos se tornaron vidriosos.
—No se ponga triste, caballero. Por supuesto que la
encontrará —traté de consolarle, mientras le ofrecía mi pañuelo.
—No es tristeza. Me temo que es alergia. ELLA me
martiriza con todas sus armas…
He de reconocer que tuve que realizar soberanos
esfuerzos para no dejar escapar a la carcajada que tenía pegada a mis labios,
presta a manifestarse.
—Discúlpeme —me dijo, echando un último vistazo en derredor—. Parece que tiene usted razón. ELLA
no está aquí. No obstante, si la viera, por favor, dígale que la busco, aunque
ya lo sepa.
Lo acompañé hasta la puerta, preguntándome si mi
librería sería un lugar idóneo para albergar a la primavera, sin saber que la respuesta
estaría aguardándome escasos instantes después.
Sobre el viejo mostrador, construido en madera maciza
de roble, había florecido una rosa roja de la que emanaba un exquisito olor, el
inequívoco aroma de la primavera. La contemplé durante unos segundos, extasiado
ante tal cúmulo de belleza y esplendor. Las mariposas de mi estómago comenzaron
a aletear. ¿Estaría también yo enamorado de la primavera? No lo sabía. Pero si
tuviera que enamorarme de alguien, sin duda sería de ELLA, entre otras cosas, por
ser poseedora de esa capacidad única de recrear la perfección.
Y emulando a aquel hombre que acababa de dejar mi
tienda lidiando con su desesperación, miré a ambos lados, tratando de verla,
pero tampoco yo la encontré. Una ligera brisa aromatizada acarició entonces mi
rostro para luego escapar por la rejilla de ventilación, emitiendo al salir un armonioso
silbido. Seguramente fuera tras él.
No me pesó su marcha porque me dejó lo mejor de ELLA,
aquella extraordinaria obra maestra en tono bermellón que dotaba de vida y
color a mi vetusto mostrador.
martes, 19 de abril de 2016
En mi estómago
Tengo mariposas viviendo en mi estómago. Y como no hay mucho espacio ahí dentro, las siento revolotear cada vez que están felices.
Y cuando ellas aletean, me invade la dicha a mí también. Por eso, trato de provocar con cierta frecuencia esa felicidad que pone en marcha el movimiento de sus alas —adoro la sensación que me produce su roce—.
A veces pienso que si ellas se marcharan, dejaría de ser feliz. Por eso les profeso continuos cuidados, como quien tiene una planta y la riega a diario. Pero en vez de agua, yo las alimento con las pequeñas acciones que sé que tanto les gustan, tales como darle unas monedas al mendigo del cajero, ser amable con la vecina del quinto, que está sola, regalar un libro a algún joven que no pueda pagárselo o, ¿por qué no? Tomarme ese apetecible helado de straciatella que refulge a través del escaparate.
Y tú, ¿también cuidas a tus mariposas?
Y tú, ¿también cuidas a tus mariposas?
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viernes, 15 de abril de 2016
En el País de la Tristeza
En el País de la Tristeza se trafica con sonrisas.
En los campos, que se llaman cementerios, se plantan
desgracias que se riegan con lágrimas.
El cielo siempre es gris, y la luz, mortecina. Se
brinda por la melancolía y se afronta el nuevo año con pesimismo.
Se tienen desventuras extramatrimoniales.
El color oficial, el negro. Las novias visten de luto
y lanzan ramos de crisantemos a sus amigas solteras.
La alegría es ilegal, y si se descubre a alguien
riendo, se le sentencia a realizar trabajos forzados de por vida, que
consisten, básicamente, en la erradicación de cualquier germen de felicidad.
Principalmente de aquella que brota de las lágrimas de los insurgentes que
lloran de alegría cuando alguno de sus camaradas consigue huir del país.
Los disidentes prófugos van en busca del País de la
Felicidad, del que todos han oído hablar pero ninguno tiene evidencias de su
existencia. No obstante, saben que encontrarlo merecería realmente la pena
—y nunca mejor dicho—.
Y en su viaje hacia lo desconocido, a veces pasan por
aquí, por nuestro mundo real, donde libres de la tiranía de su dictatorial
país, pueden despojarse al fin de toda su carga de tristeza, que una vez
liberada y abandonada a su suerte, es tan peligrosa como un residuo radiactivo.
Tenga cuidado si se encuentra con ella. No la coja, no
la toque, no la huela, y aparte la mirada lo más rápido posible.
La tristeza es altamente contagiosa y actúa
rápidamente, introduciéndose por los poros de su piel. Y una vez inoculada en
su organismo es extremadamente difícil de eliminar.
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lunes, 11 de abril de 2016
El reloj
Entró en la librería y arrojó el reloj sobre el
mostrador de madera, propinándole un sonoro golpe.
—Quédeselo, Mr. Carmichael. Ya no lo quiero. Se lo
regalo.
Era Rubén, uno de mis habituales. Un joven de treinta y tantos, amante de la literatura de ciencia ficción.
Era Rubén, uno de mis habituales. Un joven de treinta y tantos, amante de la literatura de ciencia ficción.
—¿Y se puede saber por qué? —Inquirí, aunque
sospechaba la respuesta.
—¡Es un instrumento cruel! ¡Se lo juro! Cuando
necesito tiempo va más deprisa, y cuándo me sobra, va lento como un caracol.
Cuando estoy a gusto, vuela. Y cuando quiero que algo acabe, lo convierte en
eterno… ¡Estoy harto!
Hizo su elección, una edición antigua de un clásico de
Ray Bradbury, y se marchó. No quiso recuperar su reloj.
Lo tomé en mi mano y lo miré. Eran las dos menos diez.
Sabiéndose observadas, las dos manecillas se curvaron, mostrando una burlona
sonrisa.
Yo también sonreí. Traviesos duendes del tiempo,
habitantes de relojes… ¡Siempre haciendo de las suyas!
Así que abrí el cajón y lo introduje junto a los
otros. Duendes del tiempo que llevan su reloj a cuestas, como las tortugas su
caparazón.
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