martes, 29 de marzo de 2016

La mariposa

No soy un hombre viajero, pero al menos, un par de veces al año, me gusta desplazarme a la costa. Mirar hacia el horizonte y divisar esa línea que separa el cielo del mar es el más bello espectáculo del mundo. Y precisamente en estas recién finalizadas minivacaciones, contemplando las maravillosas tonalidades de azul de la isla de Mallorca, he recordado algo que me ocurrió hace unos años, durante una Semana Santa que permanecí en Madrid.
Si usted no tiene inconveniente, me gustaría contárselo.
Era el Viernes Santo del año 98. Lo recuerdo perfectamente porque ese fue el día en el que se firmó el histórico Good Friday Agreement, en el castillo de Stormont. A pesar de que el tiempo no acompañaba (como en cualquier Semana Santa que se preciara), decidí salir a estirar un poco las piernas por mi adorado Retiro. Pasar todos los días de la semana, a excepción de los festivos, confinado en una librería, tiene sus ventajas, pero también sus desventajas. Y la necesidad de aire fresco es una de estas últimas.
Llevo tantos años viendo seres imaginarios, que a veces me cuesta diferenciarlos de los reales. Pero en este caso, cuando cerca de la Rosaleda vi que se me aproximaba una mariposa completamente negra, lo supe de inmediato. Y si me hubiera surgido alguna duda, se habría disipado en el preciso momento en que esta se introdujo por mi oído izquierdo hasta alcanzar mi mente, produciéndome un leve cosquilleo con el roce de sus alas.
Entonces me habló como solo puede hablar una mariposa, con voz límpida y cristalina:
—Por fin le encuentro, Mr. Carmichael. He oído hablar tanto de usted… Me gustaría que me ayudase.
Lo dijo todo de corrido. Casi sin pausa. Su tono denotaba un claro desasosiego.
—Si está en mi mano, será un placer hacerlo —le respondí mentalmente.
Y entonces, me contó su historia:
Hace muchos, muchos años, conocí a alguien. Era un joven apuesto y lleno de ideales que un buen día decidió luchar por ellos. La mañana en que se marchó al frente prometió a su esposa que cada noche, antes de irse a dormir, le enviaría un mensaje en forma de mariposa azul que se introduciría en sus sueños para decirle que se encontraba bien y recordarle lo mucho que la quería.
A pesar de que ahora me vista del color de la muerte, en otro tiempo, yo fui esa mariposa azul.
Durante los meses en que le acompañé, el joven soldado me tenía en su mente de forma casi constante. Me contaba anécdotas de su infancia, me hablaba de su trabajo en un pequeño comercio de comestibles, me confesaba sus inquietudes y me transmitía su esperanza e ilusión por convertir su país en un lugar mejor. Creo que nuestras conversaciones le ayudaban a evadirse del horror de esa maldita guerra.
Cuando pensaba en mí, yo lo percibía, y dejaba mi hermoso país de coloridas compañeras para llegar corriendo hasta su mente. Sé que disfrutaba de mi compañía casi tanto como yo de la suya. Sé que los mejores momentos que pasó en el frente fueron aquellos en los que, mientras liaba sus cigarrillos, elucubrábamos acerca de la vida que le aguardaba tras la contienda, en compañía de su amada esposa.
Cada noche, cuando se acostaba, le dedicaba a ella su último pensamiento. Y yo, obediente y feliz por el cometido que me había asignado, volaba de su mente hasta los sueños de aquella muchacha. Solía dejarle junto con el mensaje, una estela de radiantes colores traídos de mi país. Quería animarla un poco. Ya era bastante negro el tiempo que le había tocado vivir. Luego regresaba a la mente de mi soldado y velaba por sus sueños.
Pero una fatídica madrugada, una ofensiva enemiga pilló de improviso al batallón. Un avión lanzó una bomba en el preciso instante en el que yo estaba abandonando la mente de mi miliciano para dar el mensaje nocturno a su esposa. Solo pude ver una explosión azul, un resplandor, y luegoel vacío.
Presa de la conmoción, traté de contactar con mi amigo, pero por más que le hablaba, no obtuve respuesta. Tampoco encontraba el canal de conexión que le unía a su esposa, y por el que yo me desplazaba cada noche en ambos sentidos. Su mente era un pozo negro.
Salí por el oído, como acostumbraba a hacer cada vez que quería respirar un poco de realidad, y revoloteé por la oscuridad. Una nueva explosión, seguida de los angustiosos alaridos de los jóvenes combatientes, iluminó por un instante el barracón donde me encontraba. Entonces lo vi.
La bomba le había alcanzado de lleno, destrozando la mitad inferior de su cuerpo. Sus piernas habían desaparecido. En su lugar se veía un sanguinolento amasijo de carne, huesos y músculos. El resto de su cuerpo se hallaba salpicado de graves heridas de metralla. Sus ojos, vítreos, estaban abiertos, mirando al infinito, pero ya nada veían. Hui rápidamente de aquel lugar de barbarie. La guerra era atroz.
No fue hasta el día siguiente, con la luz del sol, cuando me di cuenta de que con la muerte de mi amigo, mi color azul había desaparecido. Me había vuelto negra, como el vacío.
Los días que siguieron a la desgracia, fueron los más tristes de mi existencia. Estaba sola, perdida en un mundo hostil. Extrañaba a mi soldado, con el que me había encariñado muchísimo, y no hallaba forma alguna de retornar al país de las mariposas, pues la única entrada que conocía estaba en la mente del joven. Tampoco fui capaz de encontrar a su viuda para consolarla en su desolación. No he vuelto a saber nada de ella.
Llevo desde entonces introduciéndome en cientos, miles, millones de cabezas, a ver si dentro de alguna de ellas encuentro el camino de retorno a mi país. Pero todas parecen estar demasiado ocupadas para reparar en una pobre mariposa vestida de luto que revolotea entre sus pensamientos. Aunque ya no poseo el hermoso color que me caracterizaba, y soy la mariposa más triste del mundo, necesito regresar.
Cuando acabó de narrar su historia yo estaba realmente consternado. Nada deseaba más en el mundo que ser capaz ayudarla.
—Dime, mariposa, ¿hay algún detalle que recuerdes de tu amigo que nos pueda ayudar a encontrar alguna pista sobre él?
—Tengo grabado a fuego el instante en que lo vi muerto. La imagen de aquellos ojos vacíos, el cuerpo demediado y ensangrentado, su chaqueta abierta y aquella placa de identificación sobre su pecho.
—¿Una placa?
—Al principio no le di mucha importancia, pero ahora creo que podría sernos de utilidad. Se trataba de una pequeña chapa metálica circular con una hendidura horizontal que la dividía en dos mitades. En ambas, estaba inscrito el mismo número, el 1832, y la letra J.
Desde la popularización de internet, la vida es mucho más sencilla. Pero en aquellos últimos años del siglo XX, la red todavía era una herramienta minoritaria, casi un lujo. Y cuando alguien estaba interesado en un libro descatalogado, había de encomendarle la tarea de su búsqueda a un librero de confianza. Yo apuntaba el título solicitado, y una vez que obraba en mi poder, avisaba al cliente. Por eso tenía el número de teléfono de muchos de ellos, entre los que se encontraba un anciano militar de alto grado, ya jubilado, entusiasta de la literatura bélica. Rara era la semana en que no me hacía algún encargo, y aunque nunca nos llegamos a tutear, creo que no me equivoco en denominar amistad a la nuestra relación.
Era un vejete agradable, educado y siempre se mostraba muy agradecido por mi interés. Cada vez que venía, conversábamos largo y tendido sobre cualquier tema de actualidad, y solía terminar sus visitas narrándome alguna aventura de las que le acontecieron durante su larga carrera en el ejército. Lo cierto era que no estábamos de acuerdo en casi nada, pero nunca las discrepancias de opinión tuvieron tanta entidad como para erosionar una relación como la nuestra, forjada al calor de los libros de mi pequeño negocio.
Así que me tomé la libertad de llamarle por teléfono, y dándole la descripción de la placa con todo el detalle que me había facilitado la mariposa, le solicité información al respecto. No hizo preguntas. Me pidió unos días para hacer las gestiones oportunas, y una semana después, me devolvió la llamada:
—Perteneció a un miliciano del ejército republicado fallecido durante los bombardeos de Cartagena, a finales del año 36. Faustino Reyes se llamaba. Dejó una viuda que aún vive, una tal Carmen Ramírez. Eso sí, creo que ha perdido el juicio. Por si le interesa, puede encontrarla en…
Y anoté la dirección de un hospital psiquiátrico ubicado en las afueras de Madrid.
Le agradecí su ayuda y jamás volvimos a mencionar aquel asunto.
La recepcionista del centro era una dicharachera mujer de mediana edad, con un grueso corpachón que movía con sorprendente agilidad. Se mostró muy amable conmigo mientras me atendía.
—No es muy habladora, la verdad. ¿Es usted familia? —me preguntó.
—Soy hijo de una prima segunda suya, emigrada a Inglaterra hace muchos años —mentí—. Prometí a mi madre que la visitaría. Y aquí estoy.
La viuda, ya octogenaria, estaba sentada en una mecedora en el centro de una pequeña habitación salpicada de figurillas de mariposas de diferentes tamaños. Tres o cuatro libros con ilustraciones de los coloridos insectos se distribuían sobre un sencillo escritorio de aglomerado. Y en las paredes, se hallaban colgados varios cuadros de la misma temática.
—Tenía obsesión con las mariposas mucho de antes de entrar en nuestra institución —me informó la empleada—. Parece ser que desde que enviudó ha estado buscando una mariposa en particular. Pero por más figuras, dibujos, fotografías y libros de mariposas que su familia le consigue, ninguna de ellas es la que anda buscando. Así que va atesorándolas en espera de que un día llegue la buena. Pero naturalmente, usted ya sabrá todo esto que le estoy contando. Siendo su tía…
Creí atisbar una cierta desconfianza en la mirada de la mujer, pero decidí no hacer mucho caso. Tampoco a ella parecía importarle demasiado mi parentesco con la anciana, más allá de la mera curiosidad inherente al género humano.
—Me pregunto con qué objeto buscará esa mariposa. ¿Lo sabe usted? —Me interrogó.
Y antes de poder pensar una respuesta que darle a aquella mujer, una voz profunda y cavernosa, que jamás habría asociado a aquel cuerpecillo anciano y minúsculo, respondió por mí:
—Solo quiero su compañía y escucharle hablar sobre los últimos meses de vida de mi difunto Faustino. También he de devolverle algo que le pertenece.
La mariposa negra aleteó en mi mente.
—Siéntese aquí, junto a mí, ¿quiere? —me pidió la anciana, mientras la recepcionista abandonaba la pieza.
Su rostro era triste, aunque todavía brillaba una tenue chispa de ilusión en sus ojos. Supe de inmediato que era una de esas personas que jamás se rendían.
—¿Me trae alguna mariposa? —preguntó impaciente.
—Sí —respondí sin más.
Ella se iluminó por dentro, irradiando luz por los poros de la piel de su arrugado rostro. Por un momento pareció joven, casi niña, y una pícara sonrisa apareció repentinamente en sus labios. Después se apagó.
—Supe que había muerto aquella madrugada, el 18 de octubre de 1936. Me desperté sobresaltada debido a una explosión azul en mi mente. Y no tuve duda. La guerra se lo había llevado para siempre.
Luego, como si no quisiera continuar recordando aquella aciaga noche, recobró el ánimo y me dijo:
—Espero que la que usted me trae sea la verdadera. He de devolverle su auténtico color. Lo tengo guardado aquí dentro —y se señaló la frente con su tembloroso dedo índice—. ¿Dónde está? No la veo.
Y acercándose a mí, como si fuera a desprenderse del mayor se sus secretos, me susurró al oído:
—Ella es de otro país. También allí la echan de menos.
El gesto de aproximación fue aprovechado por la mariposa negra para abandonar mi mente y deslizarse hasta la suya a través de nuestros canales auditivos. Un breve respingo seguido de un gesto de agradable sorpresa, me confirmaron que la mariposa había llegado a su destino, la mente y el corazón de la anciana viuda.
La miré a los ojos. Al fondo de sus pupilas tenía lugar un emotivo espectáculo. La mariposa, con las alas abiertas, recibía sobre su negrura un hermoso manto que ostentaba todas las tonalidades de azul existentes en el universo. Una hermosa capa aterciopelada que contenía la esencia de los cielos y los mares. Y detrás, lo que parecía un bello arcoíris, no era sino un cúmulo de mariposas de vivísimos colores, revoloteando felices tras haber recuperado a su compañera perdida. Feliz también era la expresión de la anciana, para la que yo ya había dejado de existir.
Antes de salir, me giré desde la puerta para echar un último vistazo. La mariposa azul asomaba por la oreja de la octogenaria.
—No la abandones —le dije mentalmente.
—No pensaba hacerlo —me respondió.
Supe que era sincera.
Luego desapareció, aleteando entre los vivos recuerdos que colmaban la mente de la anciana.



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