—Quédeselo, Mr. Carmichael. Ya no lo quiero. Se lo
regalo.
Era Rubén, uno de mis habituales. Un joven de treinta y tantos, amante de la literatura de ciencia ficción.
Era Rubén, uno de mis habituales. Un joven de treinta y tantos, amante de la literatura de ciencia ficción.
—¿Y se puede saber por qué? —Inquirí, aunque
sospechaba la respuesta.
—¡Es un instrumento cruel! ¡Se lo juro! Cuando
necesito tiempo va más deprisa, y cuándo me sobra, va lento como un caracol.
Cuando estoy a gusto, vuela. Y cuando quiero que algo acabe, lo convierte en
eterno… ¡Estoy harto!
Hizo su elección, una edición antigua de un clásico de
Ray Bradbury, y se marchó. No quiso recuperar su reloj.
Lo tomé en mi mano y lo miré. Eran las dos menos diez.
Sabiéndose observadas, las dos manecillas se curvaron, mostrando una burlona
sonrisa.
Yo también sonreí. Traviesos duendes del tiempo,
habitantes de relojes… ¡Siempre haciendo de las suyas!
Así que abrí el cajón y lo introduje junto a los
otros. Duendes del tiempo que llevan su reloj a cuestas, como las tortugas su
caparazón.
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