Entró en mi librería sigilosamente, mirando a ambos
lados y tratando de no delatarse con el ruido de sus pisadas. Vestía un traje
arrugado, una camisa blanca que amarilleaba, y una ajada y anticuada corbata.
Mi presencia tras el mostrador no pareció inquietarle,
sino todo lo contrario. Me miró como si fuese su tabla de salvación y se acercó
a mí, susurrándome:
—¿La ha visto usted? Estoy seguro de que ha entrado en
su tienda.
Considero que mi negocio es grande en la calidad de
los libros que ofrezco, pero en tamaño, el local no supera los 50 metros cuadrados.
Y por mucho que aquel señor buscara, era obvio que allí no había ninguna
persona aparte de nosotros dos.
No obstante, por si el objeto de su búsqueda fuera un
ser pequeño o perteneciera a otra dimensión, decidí preguntar:
—¿A quién se refiere, caballero? Llevo un largo rato apostado
en este mostrador —bromeé— y por aquí no ha pasado nadie más que usted.
—¿Que a quién me refiero? ¿Pues a quién va a ser? —Respondió
el hombre, sin percatarse de mi ironía— ¡A la primavera! Estamos en abril.
Lo dijo cargado de razones y en verdad, no se
equivocaba.
—Verla, verla, no la he visto… ni ahora ni nunca. Sin
embargo, sé que ella está en cada flor, en cada…
—No se haga el listo conmigo —me interrumpió con un
incipiente enfado—. Ya sé que la primavera vive en cada una de sus creaciones,
pero yo no me estoy refiriendo a eso. La busco a ELLA.
Cuando alguien abre una librería, siempre imagina ser
honrado con la visita de ilustres novelistas pero, francamente, ser visitado
por la primavera jamás había entrado en mis planes, aunque la idea no me
disgustaba en absoluto.
—Pues lamento comunicarle que por aquí no ha pasado. —Y
movido por la curiosidad, quise saber más— Si no es indiscreción, ¿la busca
usted por algo?
—Claro. La amo.
Me sorprendió su respuesta. La dio con contundencia y
total naturalidad, con una convicción que pocas veces he visto y que denotaba
que lucharía contra viento y marea hasta alcanzar su propósito. Su actitud
despertó en mí una gran admiración, pues aquel señor, ya cuarentón largo, no
presentaba ni un ápice de vergüenza ante su atrevida afirmación. ¡Qué diablos! ¡Que
tire la primera piedra quien no haya sufrido alguna vez por un amor imposible!
—Cada año, lo mismo —continuó el hombre—. Llega en
marzo y empieza a transformar lo triste en alegre, lo oscuro en luminoso… Despierta
a los árboles hibernantes, extrae todos los colores ocultos en la naturaleza y
luego tiñe con ellos las flores que coloca sobre los campos que previamente ha tejido en verde. Y
después, tras revolucionar el mundo con su maravillosa explosión de vida, se
marcha para dejar paso a ese niño mimado que marchita sus flores y nos atonta con
sus calores. Y yo me paso nueve meses echándola de menos.
—Es lo malo de la primavera, que solo viene una vez al
año… —comenté, por decir algo— Pero, ¿la ha visto usted alguna vez?
Físicamente, me refiero.
—No me hace falta —dijo con la mirada en el infinito y
expresión soñadora—. La amo por sus actos, por su personalidad, por su carácter
jovial. Siempre tan alegre, tan loca… No necesito verla para ser consciente de
que ELLA es la mujer de mi vida. ¿O es que usted solo se enamora por el físico?
—Tampoco es eso, pero…
—Yo la adoro por lo que es —continuó, sin permitirme
acabar la frase—. Su sola presencia me altera la sangre. Y lo peor de todo es que sé
que ELLA es plenamente consciente de que estoy tan enamorado como un chiquillo
de instituto. Por eso se permite el lujo de convertirme en el objeto de sus
travesuras. Si pudiera disimular lo que siento, otro gallo cantaría.
—El amor es como la cojera, difícil de ocultar.
—Ya. Pero comprenda usted, señor librero, que estoy
cansado de pasarme tres meses al año jugando al gato y al ratón, y otros nueve,
solo, sumido en la más profunda de las desolaciones. El día que la encuentre…
—se interrumpió de repente, como si le hubiera surgido una gran contrariedad—
Porque la encontraré, ¿verdad?
Sus ojos se tornaron vidriosos.
—No se ponga triste, caballero. Por supuesto que la
encontrará —traté de consolarle, mientras le ofrecía mi pañuelo.
—No es tristeza. Me temo que es alergia. ELLA me
martiriza con todas sus armas…
He de reconocer que tuve que realizar soberanos
esfuerzos para no dejar escapar a la carcajada que tenía pegada a mis labios,
presta a manifestarse.
—Discúlpeme —me dijo, echando un último vistazo en derredor—. Parece que tiene usted razón. ELLA
no está aquí. No obstante, si la viera, por favor, dígale que la busco, aunque
ya lo sepa.
Lo acompañé hasta la puerta, preguntándome si mi
librería sería un lugar idóneo para albergar a la primavera, sin saber que la respuesta
estaría aguardándome escasos instantes después.
Sobre el viejo mostrador, construido en madera maciza
de roble, había florecido una rosa roja de la que emanaba un exquisito olor, el
inequívoco aroma de la primavera. La contemplé durante unos segundos, extasiado
ante tal cúmulo de belleza y esplendor. Las mariposas de mi estómago comenzaron
a aletear. ¿Estaría también yo enamorado de la primavera? No lo sabía. Pero si
tuviera que enamorarme de alguien, sin duda sería de ELLA, entre otras cosas, por
ser poseedora de esa capacidad única de recrear la perfección.
Y emulando a aquel hombre que acababa de dejar mi
tienda lidiando con su desesperación, miré a ambos lados, tratando de verla,
pero tampoco yo la encontré. Una ligera brisa aromatizada acarició entonces mi
rostro para luego escapar por la rejilla de ventilación, emitiendo al salir un armonioso
silbido. Seguramente fuera tras él.
No me pesó su marcha porque me dejó lo mejor de ELLA,
aquella extraordinaria obra maestra en tono bermellón que dotaba de vida y
color a mi vetusto mostrador.
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