En el País de la Tristeza se trafica con sonrisas.
En los campos, que se llaman cementerios, se plantan
desgracias que se riegan con lágrimas.
El cielo siempre es gris, y la luz, mortecina. Se
brinda por la melancolía y se afronta el nuevo año con pesimismo.
Se tienen desventuras extramatrimoniales.
El color oficial, el negro. Las novias visten de luto
y lanzan ramos de crisantemos a sus amigas solteras.
La alegría es ilegal, y si se descubre a alguien
riendo, se le sentencia a realizar trabajos forzados de por vida, que
consisten, básicamente, en la erradicación de cualquier germen de felicidad.
Principalmente de aquella que brota de las lágrimas de los insurgentes que
lloran de alegría cuando alguno de sus camaradas consigue huir del país.
Los disidentes prófugos van en busca del País de la
Felicidad, del que todos han oído hablar pero ninguno tiene evidencias de su
existencia. No obstante, saben que encontrarlo merecería realmente la pena
—y nunca mejor dicho—.
Y en su viaje hacia lo desconocido, a veces pasan por
aquí, por nuestro mundo real, donde libres de la tiranía de su dictatorial
país, pueden despojarse al fin de toda su carga de tristeza, que una vez
liberada y abandonada a su suerte, es tan peligrosa como un residuo radiactivo.
Tenga cuidado si se encuentra con ella. No la coja, no
la toque, no la huela, y aparte la mirada lo más rápido posible.
La tristeza es altamente contagiosa y actúa
rápidamente, introduciéndose por los poros de su piel. Y una vez inoculada en
su organismo es extremadamente difícil de eliminar.
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