viernes, 15 de abril de 2016

En el País de la Tristeza


En el País de la Tristeza se trafica con sonrisas.
En los campos, que se llaman cementerios, se plantan desgracias que se riegan con lágrimas.
El cielo siempre es gris, y la luz, mortecina. Se brinda por la melancolía y se afronta el nuevo año con pesimismo.
Se tienen desventuras extramatrimoniales.
El color oficial, el negro. Las novias visten de luto y lanzan ramos de crisantemos a sus amigas solteras.
La alegría es ilegal, y si se descubre a alguien riendo, se le sentencia a realizar trabajos forzados de por vida, que consisten, básicamente, en la erradicación de cualquier germen de felicidad. Principalmente de aquella que brota de las lágrimas de los insurgentes que lloran de alegría cuando alguno de sus camaradas consigue huir del país.
Los disidentes prófugos van en busca del País de la Felicidad, del que todos han oído hablar pero ninguno tiene evidencias de su existencia. No obstante, saben que encontrarlo merecería realmente la pena —y nunca mejor dicho—.
Y en su viaje hacia lo desconocido, a veces pasan por aquí, por nuestro mundo real, donde libres de la tiranía de su dictatorial país, pueden despojarse al fin de toda su carga de tristeza, que una vez liberada y abandonada a su suerte, es tan peligrosa como un residuo radiactivo.
Tenga cuidado si se encuentra con ella. No la coja, no la toque, no la huela, y aparte la mirada lo más rápido posible.
La tristeza es altamente contagiosa y actúa rápidamente, introduciéndose por los poros de su piel. Y una vez inoculada en su organismo es extremadamente difícil de eliminar.
Recuerde, el protocolo a seguir es el siguiente: cierre los ojos y piense rápidamente en la primavera, en una cumbre nevada, en las cañas de los viernes con los amigos o en el reflejo de la luna en el mar. Luego huya.


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