A pesar de ser un gran lector, no tengo un solo libro
en casa. Considero que los libros, como las personas, jamás deberían pertenecer
a nadie. Se trata de leerlos y liberarlos, como quien cuida de un pichón de
gorrión hasta que aprende a volar.
Como, por desgracia, hoy en día las librerías no son
un negocio en auge, invierto una buena parte de mis horas de trabajo en el
placer de la lectura. Pero no soy uno de esos lectores que devora un libro en
pocas horas. No. Leo despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo
como si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalizo su lectura, lo
deposito en alguno de los estantes de mi tienda para futuro deleite de un nuevo
lector.
La esencia de un libro es ser leído, ser disfrutado
por muchos lectores, cuantos más, mejor. Los libros no deben guardarse nunca.
Es por eso que me considero el mayor detractor del mundo de las historias en
cautividad, y lucho por evitar que estas acaben presas de ningún libro devorado
por los ácaros y condenado a morir engrosando una biblioteca doméstica donde ya
nadie lo tiene en cuenta. Hay que abrir los libros para que sus historias
salgan a la luz.
Sin embargo, hay un libro del que jamás me desharé, no
hasta que su última página termine de escribirse. Lo guardo bajo llave, en el
único cajón de mi librería que tiene cerradura. Lo encontré hace muchísimo
tiempo, cuarenta años por lo menos, poco después de la inauguración de la
tienda.
Estaba sobre el mostrador, tenuemente iluminado por la
luz que emanaba de la lámpara Tiffany heredada de mi grand auntie Martha. Tenía
las tapas en piel beis y todavía se veía bastante nuevo, sin apenas muestra de
los estragos del paso del tiempo.
Al no identificarlo como uno de los expuestos en la
librería, pensé que lo habría olvidado alguno de mis clientes. Cuando lo tomé,
en busca de una referencia para poder devolverlo, me sorprendió que el tono de
su cubierta fuera tan similar al de mi mano que apenas podía distinguirla
cuando la posaba encima.
Otros asombrosos detalles captaron de inmediato mi
atención. Aquel libro estaba caliente… ¡y respiraba!
¿Se trataría de algún ser, que a fuerza de leer se
habría transformado en libro? Algo similar le ocurrió años atrás a una hermosa
joven que acabó convertida en canción, y ahora resuena en los oídos de su amado
cada vez que la acaricia con su voz.
Pero no. Ese no era el caso. Tuve que abrirlo para
descubrir la verdad: aquel fascinante objeto, procedente de las antípodas de la
realidad, era el libro de mi vida.
Leí las primeras páginas donde se me describía como un
tierno y rosado infante nacido en tierras británicas. Pero enseguida,
realizando un soberano esfuerzo, decidí abandonar la lectura. Si mi futuro se
iba escribiendo a medida que mi vida transcurría, no tenía ninguna necesidad de
saber cuántas páginas restaban todavía en blanco en el interior de aquel mágico
volumen.
No lo he vuelto a abrir desde entonces, aunque ganas
no me faltan. Aún continúa guardado en mi librería, como ya he dicho, en el
único cajón que se puede cerrar con llave, pues la vida es el bien más preciado
que poseo, y no deseo comprobar qué ocurriría si algún desaprensivo me
arrebatase el libro que la narra.
Las cubiertas han envejecido, como yo. Ahora muestran
algunas arrugas y pequeñas manchas, pero no solo no me importa, sino que me
gusta, pues de ellas emana ese encanto que solo poseen los libros viejos,
promisorios de inolvidables narraciones, en las que me perdería gustoso.
El hecho de saber que todo lo que hago queda escrito,
me ha llevado a esmerarme un poco más en esto que yo llamo la aventura de
vivir. Porque vivir es eso, una aventura continua, una sucesión de capítulos…
Acción, reflexión y sobre todo diversión.
Vivo cada día con la intensidad del último, y poco a
poco, he ido aprendiendo que la diferencia entre un momento y un buen momento
radica en saber disfrutarlo. Así de simple.
Me he convertido en un experimentado mago en el arte
de transformar lo cotidiano en especial, y cada día intento que las páginas de
mi libro sean una explosión de vivos colores donde no haya lugar para el negro.
Me gusta colmarlas de kilos de alegría, montones de sueños, besos repletos de
toneladas de cariño y abrazos sin dueño prestos a encontrarte.
Y cuando me evapore, y de mí no quede más que la tinta
con que se escribe mi historia, espero que aquel que encuentre mi libro
disfrute de él despacio, degustando las palabras, saboreando cada párrafo como
si de un exquisito manjar se tratara. Y cuando finalice su lectura, lo deposite
en alguno de los estantes de cualquier librería de viejo, para futuro deleite
de un nuevo lector, que, ¿quién sabe? Quizá seas tú.
Que chulo. Me enganyaste por completo, al principio pense que te referias a ti mismo y que la entrada era un ensayo sobre como dejar que los libros circularan...
ResponderEliminar¡¡Mil gracias!! ¡¡Qué ilusión me hace!!
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