No soy un hombre viajero,
pero al menos, un par de veces al año, me gusta desplazarme a la costa. Mirar hacia
el horizonte y divisar esa línea que separa el cielo del mar es el más bello
espectáculo del mundo. Y precisamente en estas recién finalizadas minivacaciones,
contemplando las maravillosas tonalidades de azul de la isla de Mallorca, he
recordado algo que me ocurrió hace unos años, durante una Semana Santa que
permanecí en Madrid.
Si usted no tiene
inconveniente, me gustaría contárselo.
Era el Viernes Santo del
año 98. Lo recuerdo perfectamente porque ese fue el día en el que se firmó el histórico
Good Friday Agreement, en el castillo
de Stormont. A pesar de que el tiempo no acompañaba (como en cualquier Semana
Santa que se preciara), decidí salir a estirar un poco las piernas por mi
adorado Retiro. Pasar todos los días de la semana, a excepción de los festivos,
confinado en una librería, tiene sus ventajas, pero también sus desventajas. Y
la necesidad de aire fresco es una de estas últimas.
Llevo tantos años viendo
seres imaginarios, que a veces me cuesta diferenciarlos de los reales. Pero en
este caso, cuando cerca de la Rosaleda vi que se me aproximaba una mariposa
completamente negra, lo supe de inmediato. Y si me hubiera surgido alguna duda,
se habría disipado en el preciso momento en que esta se introdujo por mi oído
izquierdo hasta alcanzar mi mente, produciéndome un leve cosquilleo con el roce
de sus alas.
Entonces me habló como solo
puede hablar una mariposa, con voz límpida y cristalina:
—Por fin le encuentro, Mr.
Carmichael. He oído hablar tanto de usted… Me gustaría que me ayudase.
Lo dijo todo de corrido. Casi
sin pausa. Su tono denotaba un claro desasosiego.
—Si está en mi mano, será
un placer hacerlo —le respondí mentalmente.
Y entonces, me contó su
historia:
Hace muchos, muchos años, conocí a
alguien. Era un joven apuesto y lleno de ideales que un buen día decidió luchar
por ellos. La mañana en que se marchó al frente prometió a su esposa que cada
noche, antes de irse a dormir, le enviaría un mensaje en forma de mariposa azul
que se introduciría en sus sueños para decirle que se encontraba bien y
recordarle lo mucho que la quería.
A pesar de que ahora me vista del
color de la muerte, en otro tiempo, yo fui esa mariposa azul.
Durante los meses en que le
acompañé, el joven soldado me tenía en su mente de forma casi constante. Me
contaba anécdotas de su infancia, me hablaba de su trabajo en un pequeño
comercio de comestibles, me confesaba sus inquietudes y me transmitía su
esperanza e ilusión por convertir su país en un lugar mejor. Creo que nuestras conversaciones le
ayudaban a evadirse del horror de esa maldita guerra.
Cuando pensaba en mí, yo lo percibía,
y dejaba mi hermoso país de coloridas compañeras para llegar corriendo hasta su
mente. Sé que disfrutaba de mi compañía casi tanto como yo de la suya. Sé que
los mejores momentos que pasó en el frente fueron aquellos en los que, mientras
liaba sus cigarrillos, elucubrábamos acerca de la vida que le aguardaba tras la
contienda, en compañía de su amada esposa.
Cada noche, cuando se acostaba,
le dedicaba a ella su último pensamiento. Y yo, obediente y feliz por el
cometido que me había asignado, volaba de su mente hasta los sueños de aquella
muchacha. Solía dejarle junto con el mensaje, una estela de radiantes colores
traídos de mi país. Quería animarla un poco. Ya era bastante negro el tiempo que
le había tocado vivir. Luego regresaba a la mente de mi soldado y velaba por
sus sueños.
Pero una fatídica madrugada, una
ofensiva enemiga pilló de improviso al batallón. Un avión lanzó una bomba en el
preciso instante en el que yo estaba abandonando la mente de mi miliciano para
dar el mensaje nocturno a su esposa. Solo pude ver una explosión azul, un
resplandor, y luego… el vacío.
Presa de la conmoción, traté de
contactar con mi amigo, pero por más que le hablaba, no obtuve respuesta.
Tampoco encontraba el canal de conexión que le unía a su esposa, y por el que
yo me desplazaba cada noche en ambos sentidos. Su mente era un pozo negro.
Salí por el oído, como acostumbraba
a hacer cada vez que quería respirar un poco de realidad, y revoloteé por la
oscuridad. Una nueva explosión, seguida de los angustiosos alaridos de los
jóvenes combatientes, iluminó por un instante el barracón donde me encontraba.
Entonces lo vi.
La bomba le había alcanzado de
lleno, destrozando la mitad inferior de su cuerpo. Sus piernas habían
desaparecido. En su lugar se veía un sanguinolento amasijo de carne, huesos y
músculos. El resto de su cuerpo se hallaba salpicado de graves heridas de
metralla. Sus ojos, vítreos, estaban abiertos, mirando al infinito, pero ya
nada veían. Hui rápidamente de aquel lugar de barbarie. La guerra era atroz.
No fue hasta el día siguiente, con
la luz del sol, cuando me di cuenta de que con la muerte de mi amigo, mi color
azul había desaparecido. Me había vuelto negra, como el vacío.
Los días que siguieron a la
desgracia, fueron los más tristes de mi existencia. Estaba sola, perdida en un
mundo hostil. Extrañaba a mi soldado, con el que me había encariñado muchísimo,
y no hallaba forma alguna de retornar al país de las mariposas, pues la única
entrada que conocía estaba en la mente del joven. Tampoco fui capaz de
encontrar a su viuda para consolarla en su desolación. No he vuelto a saber
nada de ella.
Llevo desde entonces
introduciéndome en cientos, miles, millones de cabezas, a ver si dentro de
alguna de ellas encuentro el camino de retorno a mi país. Pero todas parecen
estar demasiado ocupadas para reparar en una pobre mariposa vestida de luto que
revolotea entre sus pensamientos. Aunque ya no poseo el hermoso color que me
caracterizaba, y soy la mariposa más triste del mundo, necesito regresar.
Cuando acabó de narrar su
historia yo estaba realmente consternado. Nada deseaba más en el mundo que ser
capaz ayudarla.
—Dime, mariposa, ¿hay algún
detalle que recuerdes de tu amigo que nos pueda ayudar a encontrar alguna pista
sobre él?
—Tengo grabado a fuego el
instante en que lo vi muerto. La imagen de aquellos ojos vacíos, el cuerpo
demediado y ensangrentado, su chaqueta abierta y aquella placa de
identificación sobre su pecho.
—¿Una placa?
—Al principio no le di
mucha importancia, pero ahora creo que podría sernos de utilidad. Se trataba de
una pequeña chapa metálica circular con una hendidura horizontal que la dividía
en dos mitades. En ambas, estaba inscrito el mismo número, el 1832, y la letra
J.
Desde la popularización de
internet, la vida es mucho más sencilla. Pero en aquellos últimos años del
siglo XX, la red todavía era una herramienta minoritaria, casi un lujo. Y
cuando alguien estaba interesado en un libro descatalogado, había de
encomendarle la tarea de su búsqueda a un librero de confianza. Yo apuntaba el
título solicitado, y una vez que obraba en mi poder, avisaba al cliente. Por
eso tenía el número de teléfono de muchos de ellos, entre los que se encontraba
un anciano militar de alto grado, ya jubilado, entusiasta de la literatura bélica.
Rara era la semana en que no me hacía algún encargo, y aunque nunca nos
llegamos a tutear, creo que no me equivoco en denominar amistad a la nuestra relación.
Era un vejete agradable,
educado y siempre se mostraba muy agradecido por mi interés. Cada vez que
venía, conversábamos largo y tendido sobre cualquier tema de actualidad, y
solía terminar sus visitas narrándome alguna aventura de las que le
acontecieron durante su larga carrera en el ejército. Lo cierto era que no
estábamos de acuerdo en casi nada, pero nunca las discrepancias de opinión
tuvieron tanta entidad como para erosionar una relación como la nuestra,
forjada al calor de los libros de mi pequeño negocio.
Así que me tomé la libertad
de llamarle por teléfono, y dándole la descripción de la placa con todo el
detalle que me había facilitado la mariposa, le solicité información al
respecto. No hizo preguntas. Me pidió unos días para hacer las gestiones
oportunas, y una semana después, me devolvió la llamada:
—Perteneció a un miliciano
del ejército republicado fallecido durante los bombardeos de Cartagena, a finales
del año 36. Faustino Reyes se llamaba. Dejó una viuda que aún vive, una tal
Carmen Ramírez. Eso sí, creo que ha perdido el juicio. Por si le interesa,
puede encontrarla en…
Y anoté la dirección de un
hospital psiquiátrico ubicado en las afueras de Madrid.
Le agradecí su ayuda y
jamás volvimos a mencionar aquel asunto.
La recepcionista del centro
era una dicharachera mujer de mediana edad, con un grueso corpachón que movía
con sorprendente agilidad. Se mostró muy amable conmigo mientras me atendía.
—No es muy habladora, la
verdad. ¿Es usted familia? —me preguntó.
—Soy hijo de una prima
segunda suya, emigrada a Inglaterra hace muchos años —mentí—. Prometí a mi
madre que la visitaría. Y aquí estoy.
La viuda, ya octogenaria,
estaba sentada en una mecedora en el centro de una pequeña habitación salpicada
de figurillas de mariposas de diferentes tamaños. Tres o cuatro libros con
ilustraciones de los coloridos insectos se distribuían sobre un sencillo
escritorio de aglomerado. Y en las paredes, se hallaban colgados varios cuadros
de la misma temática.
—Tenía obsesión con las
mariposas mucho de antes de entrar en nuestra institución —me informó la
empleada—. Parece ser que desde que enviudó ha estado buscando una mariposa en
particular. Pero por más figuras, dibujos, fotografías y libros de mariposas
que su familia le consigue, ninguna de ellas es la que anda buscando. Así que
va atesorándolas en espera de que un día llegue la buena. Pero naturalmente,
usted ya sabrá todo esto que le estoy contando. Siendo su tía…
Creí atisbar una cierta
desconfianza en la mirada de la mujer, pero decidí no hacer mucho caso. Tampoco
a ella parecía importarle demasiado mi parentesco con la anciana, más allá de
la mera curiosidad inherente al género humano.
—Me pregunto con qué objeto
buscará esa mariposa. ¿Lo sabe usted? —Me interrogó.
Y antes de poder pensar una
respuesta que darle a aquella mujer, una voz profunda y cavernosa, que jamás
habría asociado a aquel cuerpecillo anciano y minúsculo, respondió por mí:
—Solo quiero su compañía y escucharle
hablar sobre los últimos meses de vida de mi difunto Faustino. También he de devolverle
algo que le pertenece.
La mariposa negra aleteó en
mi mente.
—Siéntese aquí, junto a mí,
¿quiere? —me pidió la anciana, mientras la recepcionista abandonaba la pieza.
Su rostro era triste,
aunque todavía brillaba una tenue chispa de ilusión en sus ojos. Supe de
inmediato que era una de esas personas que jamás se rendían.
—¿Me trae alguna mariposa? —preguntó
impaciente.
—Sí —respondí sin más.
Ella se iluminó por dentro,
irradiando luz por los poros de la piel de su arrugado rostro. Por un momento
pareció joven, casi niña, y una pícara sonrisa apareció repentinamente en sus
labios. Después se apagó.
—Supe que había muerto
aquella madrugada, el 18 de octubre de 1936. Me desperté sobresaltada debido a
una explosión azul en mi mente. Y no tuve duda. La guerra se lo había llevado
para siempre.
Luego, como si no quisiera
continuar recordando aquella aciaga noche, recobró el ánimo y me dijo:
—Espero que la que usted me
trae sea la verdadera. He de devolverle su auténtico color. Lo tengo guardado
aquí dentro —y se señaló la frente con su tembloroso dedo índice—. ¿Dónde está?
No la veo.
Y acercándose a mí, como si
fuera a desprenderse del mayor se sus secretos, me susurró al oído:
—Ella es de otro país.
También allí la echan de menos.
El gesto de aproximación
fue aprovechado por la mariposa negra para abandonar mi mente y deslizarse
hasta la suya a través de nuestros canales auditivos. Un breve respingo seguido
de un gesto de agradable sorpresa, me confirmaron que la mariposa había llegado
a su destino, la mente y el corazón de la anciana viuda.
La miré a los ojos. Al
fondo de sus pupilas tenía lugar un emotivo espectáculo. La mariposa, con las
alas abiertas, recibía sobre su negrura un hermoso manto que ostentaba todas
las tonalidades de azul existentes en el universo. Una hermosa capa
aterciopelada que contenía la esencia de los cielos y los mares. Y detrás, lo
que parecía un bello arcoíris, no era sino un cúmulo de mariposas de vivísimos
colores, revoloteando felices tras haber recuperado a su compañera perdida. Feliz
también era la expresión de la anciana, para la que yo ya había dejado de
existir.
Antes de salir, me giré
desde la puerta para echar un último vistazo. La mariposa azul asomaba por la
oreja de la octogenaria.
—No la abandones —le dije
mentalmente.
—No pensaba hacerlo —me
respondió.
Supe que era sincera.
Luego desapareció,
aleteando entre los vivos recuerdos que colmaban la mente de la anciana.
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